Por David Rabinovich, Periodista.
Verano de 2019.
Han pasado muchos años. Enrique vuelve y recorre las calles de su pueblo natal. San José de Mayo le resulta una ciudad ajena. Lejana. Recordaba una ciudad más pequeña. Quizá, no haya mucha más gente, pero sobre los antiguos suburbios se han derramado nuevos barrios. Se detuvo un largo rato en la esquina de Presbítero N. Bentancor y Gral. Manuel Oribe, a zona de los prostíbulos que describe Paquito en Sombras sobre la tierra, los vecinos le cuentan que hasta hace no mucho algunas puertas lucían tal y como eran en los tiempos que se describen en la inmortal novela. Esas casa podrían haber sido declaradas monumento histórico o por lo menos patrimonio nacional… ¿Patrimonio local aunque más no sea? La nostalgia lo encamina, a paso lento, por Rincón en busca de otra esquina. Se queda mirando el alto edificio de la Junta, allí había una canchita de basquetbol y el frontón donde jugaban a la paleta.
Una cuadra más adelante, en Larrañaga, donde estuvo lo de Copete. ¡Aquellas milanesas con papas y huevos fritos!, a pocos metros de ‘La casa Grande’. El bolichito tenía el nombre de su dueña, pero no lo recuerda. ¿Sería Rosita? Nada. No reconoce nada.
El local, donde ahora venden muebles usados, luce parecido… Sin aquel olor a comida casera que cree recordar. Aunque alguna casa conserve su estructura, ‘el bajo’ se vino más al centro y después se mudó a otra galaxia. Son cosas que se fueron para siempre, como las calles de adoquines de las que sólo quedan -según le comentó María-, alguna ‘como p’a muestra’. Cambios había, pero la ciudad se movía en cámara lenta. El edificio de la Cooperativa médica le pareció la excepción que confirma la regla. María, la novia de la infancia. Con ella de la mano salía de la escuela, cruzaban a la plaza y se sentaban un rato en el banco largo, de material, que estaba junto a los toboganes. El padre la pasaba a buscar a la salida del trabajo.
_ “Hola muchacho”.
_ Señor… Atinaba a contestar, colorado hasta los pelos.
Si llovía esperaban de pilot, paraguas y ‘galochas’.
Un día María le pidió _“¿Me acompañás” y se fueron tomados de la mano, en silencio, las 16 cuadras que había hasta su casa. El padre ya nunca más la pasaría a buscar, para sentarla en el cuadro de la vieja bici negra y marchar pedaleando lento y firme.
La muchacha era una señora con la que el tiempo había sido bastante amable. Sobrellevaba bien sus 70 y pico, se reía por todo y manejaba un autito verde y chino. Cuando el vehículo no estaba lleno de ruidosos nietos, Enrique se sentía cómodo dejándose conducir. Ese fin de semana tenían previsto recorrer algunos lugares del departamento. Habían estado en el Parque Rodó. No le gustó el amontonamiento de cosas y menos, la empalizada que encontró en lugar de la rosaleda. En la Picada de Varela le atacó una ‘pironcha’ de nostalgia. Arenas sucias y aguas turbias, enmarcadas por arbustos nostalgia. Arenas sucias y aguas turbias, enmarcadas por arbustos que daban lástima. Llegaron hasta el puente del ferrocarril y al carretero. Pasaron por el Barrio Picada de las Tunas. María quería llevarlo a Kiyú, Cufré y Colonia Wilson. Él quería volver a visitar Buschental, Arazatí y Playa Pascual…
Pasado medio siglo estarían irreconocibles.
_ Podemos ir a Kiyú y nos quedamos en el hotel… María lo miró de reojo, sonrió pícara
_ No hay. ¿Cómo te vendría armar la carpa? Encontró el balneario del grillo tan hermoso como lo
recordaba. Al atardecer bajó el sol sobre el río ancho como mar y por el rostro se le deslizó una lágrima. Algo todavía estaba en su lugar. Detenido en el tiempo. Había casas nuevas, algún comercio más, pero faltaba algo.
Quizá la convicción de que vale la pena impulsar proyectos a largo plazo no era característica de su tierra. En ese momento Enrique agradeció por ello. En Cufré se quedó atónito frente al muro de piedras que se adentraba en el agua. La historia de su construcción le resultó misteriosa y la empecinada defensa que se hacía de la ‘obra’ incomprensible. Tal y como le pasó cuando fueron a Kiyú le llamó la atención la infraestructura precaria, las carencias de servicios de calidad.
Caminaron largamente por la costa. La tranquilidad y la belleza de siempre todavía se conservaban. “San José está lleno de oportunidades que esperan…” pensó. El Parque costero en Colonia Wilson, austero pero prolijo, sólido, práctico y cómodo, estaba lleno de familias. Que aquello fuera construido por la UTE y que el ‘Ente energético’ lo mantuviera a su cargo porque la Intendencia no podía, a Enrique le pareció rarísimo. María sólo sabía que el Parque era todo un éxito, aunque no tuviera guardavidas. La playa es llana y segura. Los accesos, que también costeó la UTE, estaban impecables. De Alberto Kurtz se acordaban con aprecio. ¡Qué lindo homenaje al buen vecino! Visitaron un par de estancias turísticas, alguna bodega y Rincón de Buschental.
En esos lugares, donde los servicios y la infraestructura era mejor, cobraban por entrar, por estar y hasta por el agua para el mate. Antes, el río era de todos con acceso libre. Eso de ‘los mercados’ no le gustaba demasiado. Pero estaba a la vista que sin un interés comercial particular, que aportara los cuidados necesarios, los espacios públicos terminaban bandalizados. Recordaba ‘Puerto Arazatí’ como un lugar de aguas claras y arenas limpias. Una playa silvestre, buena pesca, cien por ciento de naturaleza viva. La ruta –en aquellos años todavía ruta nacional- llegaba hasta la orilla donde un inmenso sombrío, casi contra la boca del arroyo, esperaba al acampante amigo de lo rústico. La tranquera, la zanja que atravesaba el camino, el guardia de ceño fruncido. Otro espacio público privatizado. El peligro de incendio que alega forestal, es legítimo. Como en tantas playas a las que nadie se le ocurre alambrar terreno que no le pertenece.
La vuelta al pago chico y la que hicieron en busca de recuerdos tuvo un gusto agridulce. ¡Cuánto por hacer! La lógica de que el turismo no da votos, que se instaló en el pasado, le costó cara al presente.