Un cuento del libro DARSE LUZ, de ARIEL WOLF.
Atilio Mazurkiewicz no lograba salir del profundo pozo en que se hallaba. Había intentado escalar sus paredes innumerables veces sin resultado alguno. Su celular aún tenía línea, pero no sabía a quién llamar. No le gustaba pedirle favores a nadie. Hacía un tiempo había leído en un libro que los Britanos, constantemente agredidos por los Pictos y los Escotos, le habían pedido ayuda a las tribus Anglosajonas que habitaban los actuales países Nórdicos. Los Anglosajones lograron expulsar a los invasores, pero poco después se adueñaron de los territorios de los Britanos.
El autor del libro, un historiador reconocido, afirmaba que esta situación se había repetido en distintas circunstancias y lugares del mundo a lo largo de la historia. Es decir, que cuando un pueblo le pedía ayuda a otro para enfrentar a un tercero, el que venía a ayudar terminaba quedándose con todo. Tras extrapolar esta idea a sus experiencias de vida, notó que algo similar ocurría en lo personal. Aquellos amigos a quienes en algún momento difícil había acudido, tras pasarle la mano por el lomo, habían ventilado por ahí sus intimidades y poco después acababan ocupando lugares que anteriormente le habían correspondido a Atilio.
Desde entonces había decidido no pedirle jamás ayuda a nadie. Si en algún momento y de modo espontáneo surgía un abrazo con alguien, si hablando de cuestiones abstractas se producía un encuentro, si de algún modo casual se generaba empatía en algún vínculo, Atilio atesoraba esas situaciones como una caricia a su alma solitaria; pero jamás pedía ayuda a nadie. Si los problemas lo agobiaban a tal punto que le costaba respirar, Atilio justificaba su dificultad diciendo que se trataba de una gripe pasajera. Algunos que intuían que su malestar era mucho más profundo, le dedicaban una sonrisa comprensiva, que a Atilio le gustaba interpretar como de compasión y no de lástima. Amaba a quienes se prestaban a compartir sus propios padecimientos con él sin referirse a ellos de modo explícito. Cierta melancolía compartida daba un toque de cálida dulzura a la gélida y solitaria realidad. Luego podía emprender los más ambiciosos proyectos con otros ánimos. Nadie lo vería caer nunca más. Pero ahora, en el fondo del pozo, no sabía si debía ocultar su desgracia o pedir ayuda. Pero ¿a quién? ¿Quién podría ayudarlo sin sentirse luego ante él como alguien superior? ¿Cómo haría para pedir la ayuda que precisaba sin quedar luego en deuda?
Atilio sentía que el lugar en que se hallaba era simbólico, estaba en el fondo de un pozo sin salida más allá de su situación concreta de estar realmente en el fondo de ese pozo. No podía dejar de pensar y de interpretar las implicancias espirituales de su situación. Pero entonces se dio cuenta que salir concretamente de ese pozo, lograrlo por sus propios medios y sin pedir ayuda, sería también un hecho de profunda carga simbólica. Lograr salir de ese pozo era como erigir un monumento interno a su capacidad de autosuperación. Así como había prescindido todo este tiempo de la ayuda de terceros, también podía sanar su alma en un acto carente de testigos. Tamaña acción sería atesorada por su psiquis como un trofeo que nadie podría arrebatarle jamás. Un premio recibido ante un nutrido público podía ser cuestionado por sus enemigos, sus amigos lo envidiarían en secreto y los aduladores solo estrían cerca mientras durara el aura de éxito a su alrededor. Mantener ese status le costaría sangre, sudor y lágrimas, y seguiría estando solo. Pero acá, en el fondo del pozo, lo que se jugaba era únicamente ante sí mismo. Atilio volvió a empuñar su celular, buscó en una página web un sitio donde vendieran escaleras. Encargó una que abarcara la profundidad del pozo y la pagó con tarjeta sin mediar una palabra con nadie.
Pidió además por escrito que se la trajeran hasta allí. Cerca de una hora después apareció un camión, el pozo era tan profundo, que el conductor no oiría sus gritos, pero por otro lado Atilio se negaba a gritarle a nadie pidiendo ayuda. Llamó a la tienda donde había encargado la escalera y pidió el número de celular del conductor del camión. La mujer que lo atendió le dijo que el conductor no tenía celular.
-No tendrá uno de la empresa. Pero debe tener uno personal.
-Puede ser. Pero yo no lo tengo.
-Me podría hacer el favor…
Al decir esto a Atilio se le quebró la voz, se emocionó, pero contuvo sus lágrimas. Se dio cuenta que necesitaba ayuda, no una ayuda meramente logística, necesitaba que alguien lo abrazara y le dijera que todo iba a estar bien, que lo rescataría por amor y que no quedaría en deuda, porque lo que se hace con el corazón no se cobra.
-¿Está usted bien? señor.
-No… -siguió hablando pero con la voz quebrada- estoy… en el fondo de un pozo. Tomó valor y hasta se enojó porque las cosas no estaban saliendo como lo había planeado y por la ineptitud de la empresa que lo único que debía hacer era bajarle esa escalera.
– Les compré una escalera por la web y necesito que me la bajen hasta acá para poder salir.
-Espere un momentito.- le respondió la mujer con tranquilidad.
Atilio no podía controlar sus emociones y por primera vez en años vertió unas lágrimas que decidió no contener. Lloró desconsoladamente y paradójicamente se sintió aliviado y hasta feliz. Entonces vio desde el fondo del pozo el cielo y de pronto desde allí comenzó a bajar su escalera.