Como en muchos otros ámbitos, las mujeres han estado invisibilizadas también en los conflictos, pero eso no significa que no hayan tenido un papel más que relevante. Ellas han sido cuidadoras, víctimas y combatientes desde tiempos inmemoriales, pero especialmente a partir de la Primera Guerra Mundial. Así, aunque a lo largo de la historia no han sido sus principales protagonistas, las mujeres siempre han estado presentes en los conflictos.
A lo largo de la historia, las mujeres han proporcionado cuidados en sus hogares y también en los campos de batalla, pero la Primera Guerra Mundial (IGM) supuso importantes transformaciones: llevó a millones de hombres a combate y, mientras ellos luchaban en el frente, las mujeres peleaban por sacar adelante sus países laboralmente, eliminando de sus armarios el corsé. Se incorporaron a todo tipo de trabajos, desde el sector bancario 一antes de la guerra sólo 9.500 mujeres trabajaban en el sector bancario y esta cifra llegó a 64.000 durante el conflicto一 hasta las fábricas de armamento, aunque asumieron principalmente tareas de cuidados.
Los cuerpos de ayuda humanitaria integrados por mujeres se estructuraron formalmente en 1854, precediendo a los grupos regulares de enfermeras como el Servicio de Enfermería Militar de la Reina Alexandra de Reino Unido —que pasó de menos de 300 miembros en 1914 a unos 10.000 al final de la Gran Guerra—. A estas mujeres se les asignó el rango de oficiales para que no fueran menospreciadas por otros mandos, pero igualmente tuvieron que superar obstáculos burocráticos, someterse a incómodos recibimientos y proveer de cuidados en un ambiente de tensión y de temor permanente. Vieron morir a muchos soldados y algunas perdieron su propia vida conduciendo ambulancias o haciendo las primeras curas en el campo de batalla. Sus sacrificios fueron tales que, finalmente, incluso altos oficiales reconocieron su labor y compromiso.
Sin embargo, una vez terminada la Gran Guerra —y del mismo modo que pasaría unos años más tarde tras la IIGM— las mujeres tuvieron que volver a sus casas y continuar con sus vidas como hijas, madres y/o esposas, sin recibir el reconocimiento —o no el mismo que sus compañeros varones— de haber sido víctimas de la guerra o haber formado parte activa de ella. Años después y a pesar de la evolución de los roles de las mujeres, ellas siguen siendo, generalmente, las que se responsabilizan de los cuidados: acostumbran a encargarse de la educación de sus hijos e hijas y de sacar a su país adelante sosteniendo la economía familiar mientras los hombres combaten. Su pelea es otra: ellas luchan para mantener la seguridad —en todas sus dimensiones— de sus familias y para asegurar la supervivencia de la comunidad durante y después del conflicto.
Víctimas por ser temidas.
En 2017 sólo había 21 mujeres en el mundo jefas de Estado o de Gobierno. En un país desarrollado como España, en 2018 tan sólo el 12,7% de los miembros de las Fuerzas Armadas en 2018 eran mujeres. Estos datos evidencian que, normalmente, no son las mujeres quienes empiezan las guerras, o quienes las ejecutan, pero sí son las que sufren las consecuencias que éstas dejan a su paso. Los conflictos conllevan mayores tasas de violencia sexual, así como de pobreza y desempleo, a lo que las mujeres son más vulnerables. Se destruyen hogares y las infraestructuras educativas y sanitarias son atacadas provocando, por ejemplo, que la mortalidad materna sea 2,5 veces mayor en los países en conflicto o postconflicto debido a la falta de atención médica antes y durante el parto. Así pues, son víctimas porque son asesinadas, violadas, enviudadas, desplazadas, refugiadas y empobrecidas.
Pero ¿por qué son atacadas si no suelen ser soldados? Uno de los principales motivos es su rol dentro de las comunidades. Atacarlas debilita al enemigo a corto y largo plazo: en primer lugar porque reduce el número de oponentes presente y futuro y, por otro lado, porque frena la transmisión de valores de una comunidad. Para acabar con esta, se suele atacar a las mujeres primero porque sin ellas la sociedad se rompe, se diluye, desaparece. Por este motivo, las mujeres son vistas como un objetivo durante los conflictos. Con el fin de debilitarlas, en algunos lugares todavía se consideran un botín de guerra debido a la percepción histórica que las considera una propiedad del hombre, por lo que violarlas o matarlas es un acto de humillación al hombre vencido y no a la propia mujer, además de un acto de venganza o una estrategia de terror.
Durante la guerra del Pacífico (1931-1945), por ejemplo, hubo víctimas más allá de las barbaries cometidas en el campo de batalla. Las mujeres de consuelo, procedentes mayoritariamente de Corea, eran llevadas a prostíbulos engañadas, forzadas o secuestradas, donde eran encerradas día y noche en celdas diminutas e insalubres y sometidas a agresiones sexuales y humillaciones por parte de los militares japoneses. Se estima que entre 100.000 y 200.000 mujeres fueron torturadas y violadas por una media de 30 soldados al día durante una franja temporal que iba de las tres semanas a los ocho años. El Ejército Rojo soviético, por su parte, también utilizó la violación en masa como arma de guerra en 1945 a medida que “liberaba” ciudades alemanas cuando la IIGM llegaba a su fin.
Después de la IIGM, las violaciones y abusos han continuado siendo recursos aterradores utilizados en la guerra de los Balcanes o en el conflicto de la República Democrática del Congo. De hecho, no existe ningún conflicto en la historia reciente en el que el sexo femenino no haya sido objeto de la violencia sexual como forma de tortura, como estrategia de humillación o como fórmula para extender el terror. Por si fuera poco, las consecuencias van mucho más allá de las heridas físicas y mentales provocadas por el abuso. La mujer que ha sido violada puede sufrir desde lesiones físicas como las fístulas, pasando por la contracción de enfermedades de transmisión sexual como el VIH, y llegando a la marginación social propia y de sus descendientes —si quedaron embarazadas— debido a la responsabilidad que se les atribuye, especialmente en sociedades más discriminatorias.
Por otro lado, además de la violencia que padecen por ser mujeres, también sufren las consecuencias de las contiendas como cualquier otro civil. Las guerras actuales tienen lugar en pueblos y ciudades, lo que, junto a la urbanización de la población, hace que los más afectados por los ataques sean los civiles. Cuando las comunidades son atacadas, las mujeres y las niñas son las primeras en ver sus derechos vulnerados, perdiendo el acceso a la educación, a disponer de un refugio y a la participación política, haciendo que las desigualdades de género se incrementen. Es tanta la discriminación que, según las Naciones Unidas, las niñas tienen un 90% menos de probabilidad de tener acceso a la educación que los niños en zonas de conflicto. Igualmente, son víctimas de matrimonios infantiles o del trabajo doméstico, y aunque en menor medida que ellos, también pueden ser ser reclutadas para que luchen como soldados.
Las mujeres, por su parte, siguen siendo víctimas de la violencia por parte de sus parejas y enfrentan más riesgos de salud debido a la pérdida de infraestructuras sanitarias después del conflicto. Asimismo, en un intento de huir de la guerra o de sus consecuencias, muchas mujeres emprenden un largo camino buscando mayor seguridad, convirtiéndose en desplazadas o refugiadas. A pesar de los peligros a los que se exponen, como el tráfico de personas y la prostitución, la mitad de los migrantes y refugiados en el mundo son mujeres y niñas. De hecho, 124,8 millones de mujeres en el mundo abandonan su país de origen cada año. Aun así, la violencia sexual las persigue también cuando huyen y puede tener muchas formas: la violación por parte de otros refugiados, los matrimonios de conveniencia o el abuso por parte de sus familiares. Es preocupante que siendo la mitad de la población y en vistas de estos riesgos, tan sólo el 6% de los proyectos de Naciones Unidas para refugiados, gestión de conflictos y crisis humanitarias en 2015 incluyeron una perspectiva de género.
Mujeres victimarias: soldados, guerrilleras y espías.
Uno de los roles tradicionales que han asumido las mujeres durante los conflictos armados es el de cuidadoras, pero además de velar por sus familias y hogares mientras los hombres combatían, también tuvieron presencia en el campo de batalla, especialmente a partir de la Primera Guerra Mundial. Libros como el de La guerra no tiene rostro de mujer (2015), de la premio Nobel Svetlana Alexievich, recogen pasajes como el siguiente, que demuestran su presencia ーignorada posteriormenteー en el campo de batalla durante la Segunda Guerra Mundial.
Transcurrieron unos treinta años hasta que empezaron a rendirnos honores… A invitarnos a dar ponencias… Al principio nos escondíamos, ni siquiera enseñábamos nuestras condecoraciones. Los hombres se las ponían, las mujeres no. Los hombres eran los vencedores, los héroes; los novios habían hecho la guerra, pero a nosotras nos miraban con otros ojos. De un modo muy diferente… Nos arrebataron la Victoria, ¿sabes? –Svetlana Alexievich.
La identificación de la mujer como cuidadora o víctima en el conflicto es una visión extendida. La guerra y el combate se asocian históricamente a valores masculinizados como la fuerza física, el honor y el coraje. Remontándonos a la antigua Grecia, el entrenamiento militar al que sometían a los más jóvenes era considerado como una etapa necesaria para alcanzar la madurez. Por su lado, las mujeres, lejos de ser vistas como agentes activos en la guerra, han sido consideradas durante mucho tiempo cuidadoras y fuentes de vida, lo que demuestra la diferenciación entre sexos en el ámbito de la seguridad. Está muy extendida la concepción de que los hombres hacen la guerra y las mujeres viven con las consecuencias, pero la realidad está alejada de esta idea.
Ellas también han sido —y son todavía— soldados, guerrilleras, líderes y espías. De este a oeste, las mujeres han tomado parte activa en los conflictos. Mata Hari pasó de femme fatale por sus bailes exóticos que cautivaron a soldados, empresarios e incluso ministros, a utilizar su trabajo para conseguir información de los Aliados y pasársela a los alemanes durante la IGM. Noor Inayat Khan y muchas otras mujeres hicieron lo mismo durante la IIGM. Del mismo modo, las espías también fueron decisivas durante la guerra de Vietnam, en la que once mujeres vietnamitas formaron la unidad de combate ultrasecreta llamada Río de los perfumes. Bajo el lema “Cuando el enemigo entra en casa, incluso las mujeres deben luchar”, llegaron a participar incluso en la batalla de Hué, además de cumplir con sus funciones como espías.
La serbia Milunka Savić tuvo que hacerse pasar por un hombre para poder luchar junto a su hermano durante la Gran Guerra. Cuando descubrieron que era una mujer, los serbios no frenaron su carrera militar y se convirtió en la mujer con más condecoraciones militares de la historia. Durante la IGM, el primer país que formó unidades de combate femeninas fue Rusia, pero los Batallones de la muerte suspendieron sus operaciones porque los jefes militares consideraron que no consiguieron uno de los efectos buscados: avergonzar a los hombres con su presencia para que ellos lucharan mejor. Pocos años más tarde, en la IIGM, las principales naciones que entraron en conflicto incorporaron figuras femeninas en sus batallones para ocupar, generalmente, funciones de enfermería, administrativas o de apoyo, pero también accedieron a unidades antiaéreas y fueron francotiradoras.
Desde entonces, las mujeres han reivindicado su papel en las Fuerzas Armadas. De hecho, en pocos países del mundo tienen los mismos derechos que los hombres en este campo, siendo la principal diferencia la posibilidad de participar en el combate directo. Incluso en países desarrollados económicamente como Japón, las Fuerzas Armadas siguen la dinámica del país en cuanto a inequidad en el mundo laboral, ya que no fue hasta 2018 cuando incorporaron a la primera piloto de combate. En España no tuvieron los mismos derechos que los hombres hasta finales de los años 80, si bien la igualdad no es real porque, a pesar del incremento de la presencia femenina en los ejércitos y unidades de combate —como en muchos otros países tan igualitarios en cuestión de género como Noruega—, las mujeres representan sólo el 12% de los efectivos.
Más allá de la entrada en instituciones formales de seguridad, las mujeres también se han ganado un lugar en las fuerzas rebeldes y guerrillas de todo el mundo. Celia Sánchez, miembro de las fuerzas revolucionarias cubanas, fue, además de una combatiente decisiva, una líder del movimiento. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional en México, las FARC en Colombia o el Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua 一donde las mujeres llegaron a representar el 40% de los combatientes一, proporcionaron diferentes niveles de participación a las mujeres de acuerdo con su ideología marxista y socialista. Esta fue una vía de empoderamiento femenino, aunque las desigualdades siguen presentes en estos grupos. Al otro lado del charco nos encontramos con las guerrilleras kurdas que han luchado frente al Dáesh. Las Unidades Femeninas de Protección, con más de 30.000 integrantes, han estado combatiendo para liberar Irak y Siria del autodenominado Estado Islámico y para conseguir la igualdad.
Esta es la lucha de todas las mujeres, sean enfermeras, madres, espías o soldados. Ellas están —y siempre han estado— presentes en los conflictos, pero ahora exigen ser visibles y escuchadas, también durante los procesos de paz, para que estos se hagan efectivos y sean durables. Las mujeres tienen que poder ser lo que deseen sin ser discriminadas por razón de sexo. Si quieren ser sargento de un ejército o soldado de una guerrilla, deberían poder serlo, pero el gran objetivo debería ser acabar con los conflictos y, para ello, la participación y el compromiso de todas las personas incluyendo, obviamente, a las mujeres 一sean victimarias, cuidadoras o víctimas一 es fundamental.
Fuente: El Orden Mundial