Escribe: G.C. Mayo 2019.
Parecería que los humanos, ya desde pequeños deseamos que nos aplaudan. ¿Qué bebé no se deshace en risas cuando aplaudimos sus progresos? Una sílaba recién lograda, la cuchara bien asida, los primeros pasos, sus propias ‘tortitas’ o el mecerse acompañando la música, alegran al pequeño y son recibidos por progenitores, abuelos y tíos con loas y palmas de variados estilos.
Crecen los niños y continúan regalándonos ocasiones para festejar: cumpleaños, comienzos de cursos, participaciones escolares, alegrías con amigos o logros deportivos. Más adelante son sus ansias de saber, sus esfuerzos solidarios, las luchas ganadas o no, contra sus propias dificultades que provocan nuestras ruidosas felicitaciones.
Quienes aplauden tan espontáneamente , parecen agradecer gustosos las oportunidades que les son brindadas para batir palmas, en ocasiones acompañadas de elogios entusiastas, o de vítores gritados a coro y hasta de competencia de silbidos de los más altos y disímiles registros posibles para el humano.
Un aplauso muy uruguayo, se da en los aviones de pasajeros que aterrizan en nuestro país desde el exterior. Su peculiaridad parece residir en el hecho de que aún nos admiramos de que semejantes máquinas vuelen. Con nosotros dentro. Y que sobrevivamos al vuelo . Y al aterrizaje. ¿Será que aplaudimos por llegar a casa, o porque no estamos acostumbrados a que las cosas funcionen? ¿O para levantarnos el ánimo como despidiéndonos al salir del avión, de nuestras felices vacaciones antes de volveremos a convertir en personas rutinarias, discretas y grises?
Que exteriorizar visible y ruidosamente sentimientos exuberantes colectivos otorga una catarsis de placentera integración colectiva, ha sido sabido, propiciado y utilizado desde tempranas etapas de la historia por jefes tribales, patriarcas, príncipes, generales y emperadores.
Muy lejos de la inocente alegría de los festejos de y a los bebés o el agradecimiento sincero al que acaba de mostrar su manifestación artística o habilidad prodigiosa, están los diversos profesionales en arrancar aplausos para erigirse en nuestros representantes.
Son, por ejemplo, aquellos que saben arengar a sus audiencias masivas de tal manera que siempre asertivos, y a intervalos regulares, pasan de un discurso tranquilo y de tono moderado a otro paulatinamente más rápido, incrementando de a poco los decibeles, disminuyendo el uso de pausas, tanto que llega un momento que parece que el orador no respira mientras sigue su apasionado increscendo en cantidad de palabras, volumen y vehemencia (el contenido no importa) hasta coincidir él, o ella, con su audiencia en un unánime deseo de que aquello llegue al clímax de una vez por todas porque el enardecimiento y a la vez la impaciencia por el desenlace de la parrafada nadie puede aguantar más señoras y señores lo juro AQUÍ, frente a Uds Estimadísimos Correligionarios o Respetados Compañeros (según sea el caso).
Los hay, también, quienes siendo, o haciéndose pasar, por académicos encumbrados nos obsequian con descripciones de elaborados programas, sean productivos, sociales o de salud; educativos, de seguridad o vivienda, prometiendo en un tono mesiánico y autoinmolador las soluciones que todos deseamos oír, y que muchos queremos creer… ¡cómo no los vamos a aplaudir! ¡Claro que sí!
Aplaudiremos a éstos, o a los otros, o a todos. Para darnos ánimo. Para que no nos envuelva la grisura de la desesperanza, la rutina de ‘es más de lo mismo’ , o el horror de la discretísimo número de votos anulados o equivocadamente en blanco al día después de emitidos los sufragios…