Dramaturga, directora, escenógrafa, actriz; radical, provocadora, libre y dueña de una poética personal en un universo que aún sigue esperando de lo femenino otras formas sujetas a toda suerte de convencionalismo, la catalana Angélica Liddell irrumpe en la escena teatral sobre fines de los 80’ para quedarse y no dejar de sorprender e interpelar con la fuerza de su lenguaje.
Por: Laura Pouso. Actriz, Productora.
Algo se ilumina cuando aparece en el panorama un artista que desde la ética o la resistencia no acepta rendirse ante lo hegemónico, ya sea el poder o el gobierno de turno esperando hasta la idiotez el merecer sus favores, ya sea ante la supremacía de una idea, o de una estética instalada y venerada. Algo se ilumina cuando aparece alguien que se aferra a sus convicciones y tiene la capacidad de decidir hasta cuánto está dispuesto a ceder abajo del escenario para liberarse de todo límite cuando esté sobre él. Eso hace al artista total, al que combate contra sí mismo y no contra los otros.
No deja de llamar la atención, provoca e incluso hiere. Ese es el lugar que ocupa hoy en la escena Angélica Lidell (1966) quien viene desarrollando una carrera personal y lúcida tanto desde su escritura dramática -muy prolífica por cierto- como desde la puesta en
escena, la performance, la interpretación. Tan resistida y criticada como venerada y elogiada, su trabajo cosecha rechazo en algunos pero también admiración y fanatismo en muchos
otros. En 1993, Liddel funda su compañía Atra Bilis, nombre que remite a una expresión latina que la antigua medicina usaba para calificar el humor negro y espeso que consideraban la causa de la melancolía. Poco a poco, su presencia ha sido una constante en los escenarios de Europa, particularmente en Francia cuyos estrenos son recibidos por plateas colmadas y la ovación de la crítica.
Su carrera no ha corrido la misma suerte en su país natal donde, si bien ha recibido varios premios, sus creaciones son rara vez programadas por fuera del Festival de Otoño de Madrid. Esto la ha llevado a expresar su deseo de no volver a presentarse con su compañía en España: “He llegado al tope del desprecio que uno puede soportar. La omisión deliberada ha sido sistemática. Por primera vez en mi vida he conocido el respeto estando en el extranjero. El contraste ha sido brutal y la herida será muy difícil de cerrar (…) La paradoja es que mientras me dedicaban tesis y me daban premios, mis espectáculos no eran programados en ningún teatro en España.”
Su trayectoria internacional ha conocido, sin embargo, mejor suerte; la artista ha sido programada muchas veces en el Festival de Aviñón, y lo será también en la edición de este año, la número 70 del festival, junto a creadores como Krystian Lupa o Ivo Van Hove. En ese marco, estrenará ¿Qué haré yo con esta espada?; conmovida por la violencia de Issei Sagawa el estudiante japonés culpable de asesinato y canibalismo contra una compañera de clase de la Sorbona y por los asesinatos ocurridos en los atentados de París en 2015, la dramaturga y directora toma como piedra de toque estos acontecimientos para la creación de este espectáculo.
“El hombre lleva dentro las posibilidades del horror”, afirma Liddel. El gran trauma de Occidente después del nazismo es que nadie se puede convertir en una persona mejor a través del humanismo o de la cultura. Pero la función del arte sigue siendo ayudar a conocer la realidad y sobre todo el alma humana, ayudar a descubrir la relación con el mundo, pero no a través de tu cotidianeidad. Cuando propones una obra, la realidad se duplica: por una parte está la realidad del espectador, y por otra la de aquello que estás contando. Ese conflicto de realidades es fundamental para entenderse uno mismo y para entender el mundo. Lo que ocurre es que la gente no se relaciona con el mundo y con los acontecimientos que le rodean a través del arte, sino a través de la información. El arte está para proporcionar conocimiento. Esa diferencia entre la información y el cono- cimiento está convirtiendo nuestra sociedad en una sociedad absolutamente idiotizada, sin ningún crecimiento ni moral ni ético.”
Como se suele considerar, la obra de arte contemporánea se completa a sí misma con la presencia del espectador quien hoy, más que nunca tentado por una pluralidad desbordante de ofertas de toda índole, sigue creyendo encontrar en el teatro un camino. Comprometida con su tiempo y con la comunión espiritual con quienes reciben su trabajo Liddell cree que “la gente sigue yendo al teatro con la idea de ver el misterio. (…)Creo que hay que tener muy en cuenta al espectador, no en cuanto a la rentabilidad económica ni a la necesidad de entretenerle, sino en lo que tú pretendes de ese ser humano, de esa conciencia individual que va a hacer el esfuerzo de unirse a tu propia conciencia individual.
Son conciencias individuales que se unen, grandes esfuerzos individuales que se juntan en ese ritual de conflictos que es la misa escénica, la congregación. Es algo muy primitivo. Por eso no me gusta prescindir de la idea de público, no me gusta prescindir para nada. Uno se siente como diciendo ‘¡Dios mío!, ¿les haré sentir algo?’. Estoy tan preocupada por los senti- mientos de esa gente, por lo menos que sientan algo, ¡algo!”
Desde la experiencia sus espectáculos desarrollan una muy bienvenida vivencia subjetiva íntima y colectiva a la vez, una manera de vivir el teatro como espectador que significa asistir a un cuerpo expuesto y exponerse a atravesar un camino incierto e intenso. Pero Liddel no solo se anima al exceso escénico ritual, tan arcaico como el teatro mismo, sino que arriesga también una mirada sobre el sistema que alberga su trabajo como creadora y que por momento sufre anquilosado por su propia perversión: “Con nuestra compañía ocurre un fenómeno extrañísimo, te encuentras atrapada entre el snob ultramoderno y el dramaturgo canónico. Es una especie de tenaza. Y por otra parte hay una figura que es la del programador estrella. Es el criterio del programador el que legitima tu calidad y tu supervivencia. En fin, que la obra raras veces depende de sí misma. Hemos llegado a un teatro de encargo, sin vida, sin proceso. Se ha dejado de entender el teatro como algo perteneciente al humanismo, a la política, al arte, al tiempo. El teatro ha acabado siendo un taller de mediocres vanidosos, y de buscadores de fórmulas exitosas.”
El sentimiento íntimo y el colectivo no pueden disociarse en el teatro de Liddel, narrando en la escena sus propios dolores narra los de los otros, la de los inmigrantes clandestinos que mueren ahogados intentando alcanzar las costas españolas, o las de las víctimas de los verdugos que pueblan el planeta. Cuestionada por su crudeza, por su tendencia al exceso, responde sin tapujos que la gente tolera ver por televisión una realidad que cuando se vuelve carne en el teatro les resulta a veces intolerable. Así encuentra en el escenario el lugar ideal para la metamorfosis del espíritu en materia y la transformación del hecho teatral en un gesto de supervivencia contra el letargo del aburrimiento, contra la amenaza de la pérdida de lo profundamente humano.
Y conmueve, cómo conmueve.