Escribe: Dara Komabo.
Todos los días lo miraba venir. Caminaba lento; milagrosamente lograba esquivar baldosas levantadas, pozos, montículos e infaltables soretes de perro, los más bravos de evitar porque cambian de lugar. Nunca lo vio tropezar, ni vacilar siquiera. El viejo maldito veía a través del libro que siempre, siempre, venía leyendo. En invierno usaba gorra de paño, negra. Bufanda nunca. En verano lucía un pelo hirsuto cuyas puntas salían como ramitas de un nido de cotorras. Impeinable, pensaba María Rita que terminaba de barrer la vereda y se metía para dentro.
El viejo zapatero siempre estuvo allí. En un barrio donde todo cambiaba Isaías era lo inmutable. Siempre amable, de buen humor, buen conversador y mejor escucha. Cuando por culpa de los chinos se dejó de arreglar el calzado para tirarlo cuando se rompía, Isaías agregó quiniela, diarios y revistas a su negocio. Remigio llegó a la cuadra de arriba después que el estacionamiento tarifado. Los que venían a trabajar dejaban el auto allí para esquivar el pago.
La cuadra estaba siempre llena. Remigio era callado, grandote, serio, pelado y negro. Un negrazo cuya edad era un misterio tan grande como su origen. El marcado acento de su profunda voz se transformaba en temible rugido cuando era necesario: “Acá no” se escuchaba. Y se oía clarito en varias cuadras a la redonda cuando alguien osaba arrimarse, con intenciones poco claras, a uno de los vehículos confiados a su custodia. Y parecía que temblaban las paredes. Los que andaban en ‘la mala vida’ no atracaban con Remigio.
Todo el mundo lo saludaba con respeto y las propinan eran tan generosas como eficiente su trabajo. Los comerciantes del barrio y algunos vecinos de toda la vida armaron una vaquita para arrimarle unos pesos todos los meses. Isaías y Remigio tomaban mate y jugaban al ajedrez cuando la cosa estaba tranquila. Si alguien se detenía para mirar, el juego se paraba. Ellos saludar, saludaban. A todo el mundo. Pero mover los trebejos y conversar, eso sí que no. Un día que pasaba el lector misterioso, sin desviar la vista de su libro ni detener el paso, dijo: ‘caballo a 5 torre’. María Rita miró sorprendida.
Isaías detuvo la mano sobre el alfil y miró con asombro a Remigio. “Tiene razón. Puta carajo” dijo. Los jugadores discutían la jugada con apasionada seriedad. `Es un genio´, dijo el ucraniano. `Efectivamente´, confirmó su contrincante. Y se levantó para ayudar al extraño personaje a sacar el auto, un Ford Anglia 1959 en impecable estado, como de colección, que manejaba el vejete lector. -Profesor, dele despacito que su coche tiene poca dirección. -Tranquilo. Está todo dominado. ¿Cómo sabés que doy clases? -¡Que voy a saber yo! Dije por decir nomás. -Hasta mañana, entonces. El profesor le dejó diez pesos, como todos los días, movió la mano con un distraído gesto de despedida y arrancó. ¿Profesor de qué? dijo María Rita con tono de respetuosa intriga. A ella le hubiera gustado jugar al ajedrez y conversar con sus vecinos, pero era muy tímida.
Nacida en Arbolito una localidad de Cerro Largo, sobre la cuchilla, junto a las nacientes del arroyo del Campamento y cerca de la ruta 8 a la altura del km 364, se vino a Montevideo a trabajar con cama, en casa de una estanciera viuda de la zona; tenía 14 años. La mujer la mandó a terminar la escuela y luego al liceo, hasta tercer año. Tenía muy buena memoria y una inteligencia prodigiosa. Hubiera querido estudiar más, mucho más. Como canta Zitarroza “cierto que quiso querer/pero no pudo poder”.
El barrio se levantaba temprano. Pero nadie sabía a qué hora llegaba el profesor a estacionar su viejo coche. Muy temprano sin duda. Seguro que trabajaba en el viejo edificio de la Facultad que estaba a la vuelta. Esa mañana amaneció toldado, era martes y amenazaba lluvia. María Rita asomó la nariz a la calle, el Ford negro estaba estacionado en su lugar de siempre. Cuando Isaías levantó la persiana María Rita barría la vereda por tercera vez.
Cuando llegó Remigio habían acordado que ella aprendería a jugar ajedrez, que participarían al cuidacoches de la novedad y que tenían, los tres, que hablar con el profesor. ¡A las cinco en punto de la tarde! asomó el libro por la esquina en las manos del profesor; luego de caminar poco más de 30 pasos, el distraído tuvo que hacerse cargo de la situación.
Como formando barrera Isaías, María Rita y Remigio, a pie firme, interrumpían el paso. -Buenas tarde profesor. -Tardes prof… -Buenas -Ustedes dirán -Usté, clase de qué… -Filosofía de la Economía. ¿Por? -Y eso… -¿Qué trata eso? -Por ejemplo… diga algo Don. Enrique paseó la mirada calma de sus ojos claros por el extraño terceto. -Usted ¿Cómo se llama? -Remigio señor. -¿Cuánto gana por día? Se hizo un incómodo silencio. Los tres se miraban entre ellos. La voz grave se escuchó muy bajita. -Siempre más de cuatrocientos. – Y saca algo por mes también. -Sí. Como ocho mil. Pero… ¿Por qué me pregunta? -Bueno. Según la ciencia económica usted es clase media. -¡Yo no señor! ¡De ninguna manera! Pobre y apenas. Saltó indignado el interpelado. Y agregó: “Cuido coches porque perdí mi trabajo señor profesor”.
Y el señor profesor, la voz profunda, lo masticó casi con rabia. Casi. Porque era un pan de Dios el hombre. Más bueno que grande y eso que era enorme realmente. También con calma Enrique les explica. “Según el Banco Mundial, y así se mide en todo el mundo, por encima de un ingreso de U$S 13 dólares per cápita y por día uno está en la clase media. Eso dicen los economistas, pero los filósofos sostienen que no podés ser pobre y clase media al mismo tiempo. ¿Se entiende?” La primera en soltar la carcajada fue María Rita, después la humanidad enorme de Remigio dejó escapar algo así como un entrecortado mugido.
Isaías fue más discreto, pero se le caían las lágrimas. -Hay que aprontar el mate que tenemos clases -¿Clases? -De ajedrez profe, de ajedrez…