Cuento de Ariel Wolf, del libro Tenedor Libre.
Eran las diez y treinta y dos de la mañana y yo intentaba seguir durmiendo a pesar del ruido que provenía de la cocina. Mi mujer preparaba café. Desde el umbral de la habitación gritó con su aguda voz: Son diez y treinta y cuatro, pelotudo, ponete las pilas.
-¿Dónde están? –pregunté con voz relenteada y áspera.
-Ahí, al lado tuyo, arriba de la mesa de luz.
Manoteé con dificultad una pila Everyday y la introduje en mi oreja derecha. Tardé menos en introducir la segunda. La tercera y la cuarta me llevaron juntas lo mismo que la segunda. Como había estado mirando el reloj mientras lo hacía, pude cronometrar el evento e hice una pausa para calcular el tiempo que me llevaría ponerme la décima pila. Si hubieran sido muchas más podría incluso haber llegado a superar la velocidad de la luz y viajar en el tiempo. Pero mi diseño es arcaico, soy un Escollo 1300, diseñado para tareas de limpieza, jardinería y reparación de sacapuntas. Durante algún tiempo no pude desarrollar actividades vinculadas a éstos últimos, ya que fui enjuiciado por un usuario al que siempre se le quebraban las puntas de los lápices justo cuando estaban prontos. Así fue como comencé a trabajar para él a fin de restituirle lo adeudado por daños y perjuicios. Es gerente de una fábrica de diversos tipos de fuentes de energía almacenada. Allí trapeaba pisos y sólo recibía a cambio 82 pilas por mes que junto al sueldo de mi mujer apenas nos alcanzaban para vivir.
Una mañana cuando llegué al trabajo, vi a varios de mis compañeros riendo a carcajadas, algo poco común en los androides a pila, que sólo reímos cuando nos enchufan a 220V o cuando vemos un unipersonal de Ultratón. Pero nada de eso parecía estar ocurriendo, así que investigué el motivo de dicha actitud. Me dijeron que el jefe estaba afónico y que el efecto de su voz, tan fina como la del topo Giggio, y su actitud de alto jerarca nazi, tenían un efecto hilarante al que era imposible resistirse. No alcanzaron a decirme más que eso, cuando el jefe nos interrumpió con su voz de pito para convocarme a su despacho haciendo estallar en risas a todo el personal, cosa que cayó muy mal al gerente general.
-No soporto más las risas -dijo manyando una pizza.
-Y yo ¿qué quiere que haga? –le contesté zarpado al recordar mi paga.
-Usté es experto en limpieza, limpie a fondo mi cabeza.
-Y ¿cuál es mi recompensa? –puse las cosas más tensas.
-Podrá limpiar su conciencia junto a mis cuerdas vocales y si demuestra eficiencia pasará a los anales de la historia de la empresa.
-La verdá no me interesan su cabeza y sus anales, agradézcame en metales los servicios que le brindo y permita que descanse por lo menos los domingos.
-Me parece razonable, comience con su labor –dijo pelando un destornillador.
Su cabeza estaba unida al cuerpo por un sistema tipo bayoneta y afirmada por un par de tornillos que no demoré en quitar. Giré su marote 90 grados en sentido horario y se lo saqué. Metí la mano por su garganta y toqué algo peludo, descubrí que se trataba de una ardilla que mordisqueaba compulsivamente su nuez de Adán. La extraje y la tiré por la ventana. Volví a colocar la cabeza en su sitio, pero cuando habló, noté que su voz sonaba más aguda que antes. Le volví a sacar la cabeza, al tantearle las cuerdas vocales encontré un sacapuntas y comprendí que era eso lo que le había afinado la voz. Se lo saqué y le afiné, o mejor dicho, le engrosé las cuerdas vocales.
Así fue como todo volvió a la normalidad. El jefe me nombró reparador oficial de los sacapuntas de la fábrica. Además la relación con mi mujer mejoró notablemente desde que le puse en la garganta el sacapuntas del jefe.