Largos viajes alternaron con permanencia en lugares muy diferentes.
En todos lados aprendió la lengua y las costumbres básicas. Nadie como él para hacer una comida “típica de…”Escribe: Dara Komabo. (Redactor de Uchqun”). Traducción: Derreca.
En cualquier tierra que mis huesos recalen, se encuentra ‘mi lugar en el mundo’. Esto es un pueblo pequeño. Gentes sencillas, amables unos, gruñones otros, entrañables todos. Llevo poco equipaje como enseña el poeta español. Nunca falta, sin embargo, en la vieja maleta mi pluma, un frasco de buena tinta, papel acorde y un gajo de rosal. No cualquier rosal. Este de flores pequeñitas, trepa por las paredes y engalana los muros más viejos y maltrechos con sus colores y el canto de los pájaros que lo visitan al amanecer. Le cantan un rato y se van para volver de nochecita y arrullarlo. Y vuelven siempre a la mañana siguiente y así pasan los días. Es una vieja costumbre familiar. En casa de mis tatarabuelos había un rosedal inmenso y cuando llegó el tiempo del desarraigo se fue un gajo con cada miembro de la familia. Supongo que cada uno plantó el suyo cuando llegó a destino. Cada primo lejano, de los que se desperdigaron por el mundo, llevó las flores y el aroma conocido del hogar perdido…
Por eso me detengo ante cada muro al que se abraza algún rosal de flores pequeñas. ¿Será un gajo de los rosales que plantaron mis ancestros? Nunca toqué una puerta, ni saludé a la niña que asomada a la ventana aspiraba el perfume de las flores. Soy un hombre solitario rodeado de personas, papeles y recuerdos. Muchos recuerdos; demasiado. ¿Puede ser excesivo el número de recuerdos?
Recuerdo el color y el aroma de cada rosal que he plantado. Siempre en otoño. Cuando llega la hora de marchar, corto una rama, junto mis escasas pertenencias y sin mirar atrás sigo mi camino. Cuando llego al pueblito -a veces eso toma un buen tiempo- lo sé cuando encuentro el muro junto al que plantaré mi rosal de próximo flores pequeñas. Mi vida no se cuenta por años sino por floraciones. Llego en invierno. Consigo posada y permiso para plantar el gajo. Muchas veces lo miran con incredulidad, en especial, si el tiempo lo ha secado y nadie cree que de esa ramita muerta vuelvan a brotar hojas y flores.
Nunca falla, siempre prende y me regala flores de color diferente. Sería largo y aburrido relatar la sucesión de colores y matices que he visto florecer a lo largo de los años. Pero recuerdo cada uno de ellos y puedo evocar cada aroma. En la gama de los blancos el perfume es más ácido, más dulce los amarillos, los rojos fuerte y seco, los rosados, los celestes, naranjas… Cada uno con su propio matíz.
Cada tanto aparece algún color oscuro, casi negro. Las rosas negras tienen, aunque sean pequeñitas un aroma intenso, penetrante y perturbador. Siempre espero la tercera floración, corto un nuevo injerto y me marcho. No suelo despedirme. El adiós no asegura el olvido.
De cada pequeño pueblo me voy con una historia. Pequeña y perfumada. Aferrada a una pasión mundana sí, pero llena de esa ternura que aparece entre espinas que suelen ser muy duras. Son historias escritas en papel que estuvo destinado a viejas cartas, son letras dibujadas con noble tinta por esta vieja pluma. La última, cuenta de un joven pescador que vive en Suriqui. Es una aldea que está en una isla del lago Titicaca, en Bolivia. Nadie pensó que la rosa trepadora prosperara y floreciera en semejante clima.
Ahora la miro. Un gajo recién plantado en un pueblo al que llaman ‘Villa Serrana’. Mañana brotará su primera hoja… Una niña me mira con más curiosidad que asombro. Mañana tendré una nueva amiga y quizá comience a escribir una nueva historia.
Suriqui, es un milenario pueblo boliviano a orillas del Titicaca, el lago navegable más alto del mundo. Allí se construyen balsas y barcos de totora. Su nombre en aymara significa “lugar donde duermen los ñandús”.