Un cuento de: Ariel Wolf.
Hace tiempo me crucé a una conocida, casi una buena amiga, lo sería si no se obstinara tanto en destacar sus espinas. Pude saludarla con un beso, pero decidí tomar su mano entre las mías y decirle con la mirada que eran obvios sus pétalos, ella entendió y yo adiviné el momento justo en el que ella retiraría su mano suavemente marcando la retirada a sus exhaustas tropas. Después se volvieron tiernas sus más filosas ironías, ridículos sus arsenales, blanca como la mía su bandera.
Las ambiciones, las metas, los rencores, la adrenalina, la plata, las necesidades materiales, ayudan a no parar, a no caer en los meandros de la confusión de los sentimientos. Uno mete y mete hasta que el cuerpo dice basta y aún así se sigue porque no hay tiempo, porque los años nos vuelven ansiosos, porque tenemos miedo de no llegar ni a arañar una puntita de nuestros ambiciosos sueños de juventud.
Sueños que nacieron en la adolescencia, en algún ideal romántico, en la utopía de cambiar al mundo, atados a un primer amor, puro, ideal, imposible o fugaz. En algún momento quisimos atraparlo, materializar nuestras posibilidades de acceder a él desde un título, un currículum nutrido, un halo de importancia que cargue nuestro sex a pil(as).
Pero unas palabras inspiradas, el gesto justo no pensado, la inocencia de una mirada, el cosquilleo en el pecho, no se calculan, no se construyen adrede como una pirámide inerte. Las estatuas de los grandes hombres y mujeres son vanos intentos de la vanidad, pobres estrategias para el amor, rocas que el viento desgasta sin que los transeúntes se detengan a alabarlos, no hay tiempo para eso, si paramos nunca habrá una estatua nuestra en una plaza, si paramos nos morimos con la muerte y no hay más nada.
Pero yo no me olvido de parar a oler una flor silvestre antes de darla sin haber planeado darla, no me olvido de encontrar la verdad en medio de la mentira, de mimar a alguien que grita, de ayudar a un viejito a sentarse mientras el chofer del bondi acelera para negar el tedioso presente. No hay otra inmortalidad que la de este segundo, no hay otro paraíso que el de estas pocas palabras tiernas.