Cuento de Ariel Wolf, del libro “Tenedor libre”.
Quería comprar papas, pero solo me quedaba un peso. Los últimos días había dedicado varias horas a recorrer supermercados, almacenes y ferias en busca de buenos precios. Así descubrí que a medida que avanzaba por una calle los precios disminuían. Avancé por ella con la intención de hacer rendir al máximo mi último peso. Caminé y caminé hasta que desaparecieron los edificios y pasaron a dominar las chacras y las quintas. Los negocios eran menos, pero los precios, que a esa altura equivalían a cerca de un diez por ciento de los del centro, no dejaban de bajar. Después de más de un kilómetro sin pasar por negocio alguno, llegué a uno en medio del campo con un cartel que decía: Almacén “El Ultimo”. Atravesé la cortina de tiras de plástico de colores.
-Por fin –dijo un gaucho desde el otro lado del mostrador. -¿Perdón?
-Hace días que espero que venga algún cliente.
-¿A cuánto está la papa?
-Un peso.
-¡¿Un peso el kilo?!
-La tonelada, mijo, la tonelada.
-Se va a fundir, ¿qué puede comprar con un peso?
-A diez kilómetros de acá, siguiendo por la ruta, venden motos por cincuenta centésimos.
-Y la banana ¿a cuánto está?
-Las bananas son importadas, salen diez centésimos los dos kilos.
-Llevo dos kilos.
-¿No prefiere una tonelada de papas?, le va a rendir más.
-No.
Así, a base de bananas logré recorrer los diez kilómetros que me faltaban para llegar a donde vendían las motos. Me compré una Harley Davidson por cincuenta centésimos. En la pulpería de al lado había unos Hell Angels con sus camperas negras y sus espesos bigotes.
-¡Hello! –saludé al líder de los motoqueros.
-Buenah y santah –respondió comiéndose las eses y pisando el estiércol del suelo.
-¿Qué tal?, ¿a dónde van?
-A la tierra prometida.
-¿Dónde queda eso?
-A unos 20000 kilómetros por la ruta.
-Pá, pero para ir hasta allá tienen que prometer algo más que tierra.
-Ahí te pagan por cada cosa que consumís.
-Pero si te pagan por todo lo que consumís, ¿en qué te gastás la plata?
-En viajar a sitios caros. -Suena razonable.
Me sumé a los motoqueros. Juntos atravesamos desiertos, selvas y estepas. Sufrimos las más diversas inclemencias del tiempo hasta que finalmente alcanzamos nuestro objetivo: una playa paradisíaca con un shopping. Estaba únicamente habitada por un reducido grupo de hermosísimas mujeres semidesnudas. Me hice novio de una de ellas y fuimos muy felices excepto por una cosa: no había papas en kilómetros a la redonda. Con el tiempo se fue agravando mi síndrome de abstinencia a la papa, así que un día agarré toda la fortuna que había ahorrado y me marché en mi moto sin decir ni chau. A medida que avanzaba, o que retrocedía según como se mire, los precios aumentaban, pero nadie vendía papas, de hecho desconocían su existencia. Recorrí todos los negocios sin éxito hasta que llegué al almacén “El Ultimo”.
-¿A cuánto están las papas? – le pregunté desesperado al gaucho. -Cien mil dólares el kilo.
-¡Qué! Está loco. Es todo lo que tengo.
-Es el último kilo de papas que queda en el planeta.
-Bueno, déme medio kilo.
-Imposible, lo mínimo que vendo es un kilo.
Le di todos mis ahorros y me llevé las papas. Pelé un par y las freí.
En el fondo de mi bolsillo encontré cuarenta centésimos. Le saqué una foto a las papas fritas y la envié a la tierra prometida. Cultivé papas en el fondo de mi casa. Para cuando llegó el malón de gente de la tierra prometida, ya las había cosechado. Les vendí un plato de papas fritas a cada uno, menos a mi novia, que me ayudó a hacerlas. Cuando ya no quedaban ni papas ni gente fui a reunirme con mi novia a la cocina, pero no hallé rastros de ella ni del dinero, solo una nota suya: “papita para el loro”.