El mundo conocido, cambiará 

El mundo conocido, cambiará

Desde la inteligencia artificial hasta la espiritualidad, los últimos años auguran transformaciones importantes para nuestras vidas, conocimientos y futuro.

¿Qué pasaría si la inteligencia artificial llegara a superar a las personas? ¿O si el avance acelerado de la medicina permitiera crear seres humanos completos? ¿Estará cerca el día en que cualquiera pueda pasar sus vacaciones en una estación espacial lejos de la órbita terrestre y al mejor estilo de un hotel cinco estrellas? Estas son algunas de las inquietudes que estarán sobre la mesa en un futuro no lejano, cuando la evolución tecnológica y científica termine por convertir en posible lo que hasta ahora es impensable. El progreso camina con pasos tan rápidos que resulta difícil saber hasta dónde podremos llegar.

El mundo como lo conocemos va a cambiar. Es un hecho. Y no solo en lo relacionado con la ciencia o la tecnología. En áreas como la educación, por ejemplo, los expertos se atreven a anticipar que en menos de una década los sistemas de enseñanza dejarán de ser como los conocemos: aparecerá una nueva forma de ser maestro y de ser alumno. Los jóvenes, por su parte, seguirán una ruta que ya iniciaron en la que temas como género y sexualidad quedarán libres de etiquetas. El futuro estará en manos de una generación diversa, más respetuosa de la diferencia, y en la que el género tal vez llegue a ser algo que cada quien construya a su medida.

Pero los cambios también vendrán del interior: estamos poniéndole fin a una década que fue definida como “de la mente inquieta”, y ante la cual la opción será volver a mirar hacia adentro. En busca de la espiritualidad. Es una tendencia que ya ha comenzado a ser evidente en el mundo, si se tiene en cuenta el número de personas que hoy están indagando por prácticas espirituales antiguas, como la meditación o el yoga. Los caminos son diferentes para llegar a un mismo objetivo: el desarrollo de la vida interior. Porque como dijo André Malraux: el siglo XXI será místico, o no será.

Cuando a mediados del siglo XIX Gregor Mendel, con su paciencia de monje agustino, cruzaba arvejas de diferentes especies, con lo cual logró descifrar las leyes de la herencia, se creía que esto apenas alcanzaba para darle forma a la teoría de la evolución de Charles Darwin. Si bien el monje dio a entender que toda la información que definía las bases de un individuo se podía heredar, este hallazgo apenas se conoció. Incluso se mantuvo oculto por varias décadas.
Pero gracias a la curiosidad del biólogo inglés William Bateson, a comienzos del siglo XX, los trabajos de Mendel fueron redescubiertos y se estableció que la teoría de la herencia que estos encerraban definía las bases de un nuevo conocimiento, que a partir de ese momento se llamó genética. Y aunque para entonces no se tenía ni idea de lo que era un gen, Bateson se atrevió a predecir “que el conocimiento exacto de los mecanismos de la herencia produciría más impacto sobre la humanidad que ningún otro conocimiento científico”.
Más de un siglo después, el presagio no solo se ha cumplido, sino que ha desbordado cualquier lindero que se le hubiera podido poner a este tema, a tal punto que los alucinantes avances biomédicos que se atisban para la próxima década están sentados sobre las arvejas cruzadas de Mendel. De acuerdo con César Burgos, presidente de la Asociación Colombiana de Sociedades Científicas, el influjo de los genes sobre la vida en general y en la de cada persona es más marcado y más perturbador de lo que se había llegado a imaginar.
La capacidad que hoy se tiene para interpretar, modificar y manipular de manera voluntaria los genes es tan inquietante que permite alterar cualquier destino natural

“La capacidad que hoy se tiene para interpretar, modificar y manipular de manera voluntaria los genes es tan inquietante que permite alterar cualquier destino natural –explica Burgos–. Algo que desde siempre se consideró inmutable, pero que cambiará la existencia en los próximos veinte años”.
La historia ha sido vertiginosa, con fogonazos que cambian pensamientos, como cuando en 1943 Oswald Avery le aseguró al mundo que una molécula llamada ADN tenía toda la información de un organismo, o cuando en 1953 James Watson y Francis Crick presentaron en sociedad la doble hélice de la citada molécula.
Otro destello fue la incorporación del material genético de un virus dentro del de una bacteria, con lo que Paul Naim Berg abrió la trocha para secuenciar genes y realizar clonaciones, lo que permitió el nacimiento de Dolly, la oveja famosa en 1996. Un salto descomunal que, además de permitir crear un animal idéntico, retó a la naturaleza al obtener un ser vivo por fuera de los patrones normales de la reproducción.
Por esa vía, la humanidad aprendió a interpretar el lenguaje de los genes. Tanto que en 1977, el británico Frederick Sanger (premio nobel de Química) dio a conocer el genoma completo de un virus y mostró el camino para identificar la genética completa de organismos más complejos, incluido el humano. Eran los primeros pasos del llamado ADN recombinante, explica el fisiólogo José Elías Santacruz, lo que hizo posible que se reordenaran funciones en algunas bacterias para ponerlas a producir sustancias a voluntad, con solo introducirles material genético extraño dentro del suyo. “Así, algunas bacterias modificadas empezaron a producir insulina, lo que cambió para siempre la vida de los diabéticos”, agrega.

Veinte mil genes históricos

Con todas estas herramientas, en el 2001, el mundo conoció la secuencia completa del genoma humano, que presuntuosamente se esperaba que contara con más de 100.000 genes, pero sorpresivamente no fueron más de 20.000, suficientes para entender los problemas que afectan a cada individuo y, por ende, encontrar soluciones específicas para ellos. En el 2006, los titulares daban cuenta de los avances con células madre, y el mundo vio cercana la posibilidad de cultivar células, tejidos y órganos de repuesto, solo con introducir el material genético de una célula en los cascarones de otras.
Este sueño encontró un desvío favorable con la llamada reprogramación celular, que devuelve atrás el reloj biológico de una célula madura hasta llevarla a su etapa embrionaria y desde ahí orientarla, para convertirla en una célula o tejido que se requiera.
Crear órganos y tejidos en el laboratorio para reemplazar los que se han dañado en un cuerpo es una realidad disponible. Ya no causa asombro

“Crear órganos y tejidos en el laboratorio para reemplazar los que se han dañado en un cuerpo es una realidad disponible. Ya no causa asombro”, dice Burgos.

Nuestra relación con la tecnología

En el día a día nos puede parecer mágica. A modo de ejemplo, consideremos el sistema de geoposicionamiento GPS. Si un humano de siglos anteriores despertase en nuestra sociedad actual, atribuiría la capacidad de localización de nuestro teléfono a un dios misterioso y omnipresente que siempre sabe dónde estamos.

Pero lo cierto es que el sistema GPS se basa en relojes atómicos llevados por una treintena de satélites en órbita alrededor de la Tierra. Estos relojes, cuya precisión es de un segundo en un millón de años, permiten emitir de forma sincronizada señales electromagnéticas que interfieren en nuestro teléfono. Los cálculos necesarios para resolver esta interferencia y determinar nuestra posición sobre la tierra emplean las ecuaciones de la teoría de la Relatividad Especial y de la Relatividad General. Un GPS es una obra maestra de la tecnología que involucra relatividad, mecánica cuántica y las disciplinas derivadas de ella. Sí, es impresionante.
Pero la historia del GPS no termina aquí. Nuestra localización sobre la Tierra es enviada por nuestro móvil a empresas que dan servicios en internet. Al recoger de forma continuada las posiciones de nuestros teléfonos, la empresa nos puede informar de posibles atascos en el tráfico, de nuestro exceso de velocidad al conducir o de nuestras ubicaciones en el pasado. Estamos dando un paso más adelante: desarrollamos un sistema primitivo de inteligencia artificial que nos asiste.
Sin saberlo, sin reflexión, vivimos a caballo del éxito tecnológico que hemos fraguado a lo largo de siglos. Y sin saberlo, la inteligencia artificial avanza como una marea que impregna toda nuestra sociedad, nuestra economía, nuestras relaciones personales.
Todo este asombroso avance se hace sin reflexión ética. Vale la pena hacer una pausa en esta enloquecida adopción de nuevas tecnologías e intentar comprender el contexto. ¿Cómo hemos llegado aquí? ¿Qué nos espera? Empecemos con un breve recorrido de tres etapas:
1) Los humanos hemos creado máquinas fuertes que nos superan ampliamente en todas las tareas físicas que necesitemos realizar. Tenemos grúas, ascensores, coches, barcos, podemos mover masas enormes o desplazarnos a velocidades increíbles. El dominio de máquinas fuertes ha conllevado el debilitamiento de nuestro cuerpo, nos ha hecho perezosos.
2) Los humanos hemos construido máquinas que calculan. Desde la creación del primer transistor en 1947, el progreso de miniaturización y empaquetamiento de unidades de cálculo es deslumbrante. Un teléfono actual opera con un chip que tiene unos 10.000 millones de transistores. Nuestros ordenadores computan cantidades ingentes de datos. Toda nuestra sociedad se organiza mediante el uso de una tupida red de ordenadores que intercambian y procesan una ingente cantidad de información. El dominio de máquinas que calculan ha conllevado el debilitamiento de nuestra habilidad de cálculo. Nadie quiere dividir por siete de memoria. Las máquinas nos han hecho perezosos intelectualmente.
3) Los humanos hemos creado máquinas que deciden. Algoritmos basados en redes neuronales profundas son capaces de reconocer imágenes, de generar voz artificial, de traducir textos entre idiomas. Podemos crear programas que hacen diagnóstico médico o que asisten a un juez. Hemos aprendido a aprender. Esas nuevas máquinas no son físicas, son algoritmos sutiles. El futuro previsible es que los humanos nos deleguemos vastamente en ellos y, en consecuencia, nos debilitemos éticamente.
Estamos dando un paso más adelante: desarrollamos un sistema primitivo de inteligencia artificial que nos asiste

La evolución tecnológica parece estar orientada a crear una inteligencia artificial que nos asista y, tal vez, que nos supere. El desarrollo de esta nueva generación de máquinas pensantes precisa de un enorme poder de cálculo. Queremos dotar a una máquina de toda nuestra inteligencia biológica que halla su soporte en cientos de miles de millones de neuronas altamente conectadas. Además, queremos entrenar a esta nueva inteligencia artificial en un pequeño lapso de tiempo, en lugar de los dos millones de años que lleva el Homo sapiens sobre la tierra. La inteligencia artificial devora horas de cálculo. Si tuviéramos ordenadores más potentes, el progreso para crear entes autónomos y sabios sería más acelerado.
Los humanos sí estamos desarrollando una nueva generación de máquinas que calculan, hemos construido los primeros ordenadores cuánticos.
Un ordenador cuántico es muy diferente de un ordenador clásico. Un PC, que es un ordenador clásico, logra hacer cálculos usando flujos de electrones que transitan por puertas lógicas. A pesar de que se trata de una hazaña tecnológica mayúscula, un chip clásico hace un uso burdo de las leyes de la física. Cada unidad de información, o bit, está representado por el estado de muchísimos átomos. En el fondo, estamos matando moscas con un cañón. En cambio, un ordenador cuántico es una máquina refinada que utiliza los elementos básicos y las leyes más profundas de la naturaleza: los principios de la mecánica cuántica.
La verdadera sorpresa es que un ordenador cuántico no sigue las lógica clásica. Un ordenador clásico procesa bits, que corresponden a un 1 o un 0. Lo importante es la letra ‘o’, un ordenador clásico procesa 1 ‘o’ 0. Lo uno ‘o’ lo otro. Por su parte, un ordenador cuántico transforma un cálculo en la evolución de la función de onda que describe al sistema físico. Según las leyes de la mecánica cuántica, la función de onda puede hallarse en la superposición de dos estados, puede estar en 1 y 0. Lo importante es la letra ‘y’, un ordenador cuántico procesa las diferentes opciones en paralelo. Esta propiedad recibe el nombre de superposición cuántica y aporta un cambio de paradigma computacional. Un ordenador cuántico avanza siguiendo leyes que permiten explorar un número exponencial de posibilidades a la vez.
No es impresionante; es fascinante. Si algún lector se siente aburrido ante la monotonía de la vida, por favor, adéntrese en el mundo cuántico. No lo defraudará.
Un ordenador cuántico suficientemente potente podrá realizar cálculos muy potentes. Un ejemplo: un ordenador cuántico podrá descifrar todas las transacciones secretas que circulan por internet. Es decir, la computación cuántica pone en entredicho la seguridad de las transacciones bancarias, de los backups de las empresas, de las comunicaciones políticas, de la intimidad de las redes sociales. Ya disponemos de ordenadores cuánticos de 53 qubits. Hemos logrado ya realizar un cálculo cuántico no reproducible por el mayor de los ordenadores clásicos existentes. Nada va a impedir la construcción de ordenadores cuánticos potentes. Si no lo evitamos, un ordenador cuántico es un arma para la guerra del siglo XXI.
Tendremos capacidades de tratar problemas ingentes de optimización, cálculos de riesgo en finanzas, tal vez investigaremos la teoría de números con ordenadores cuánticos

¿Quieren más? Un ordenador cuántico puede asistir y ser asistido por la inteligencia artificial. Ya estamos desarrollando algoritmos híbridos en los cuales el control del ordenador cuántico está optimizado por redes neuronales entrenadas por refuerzo. También estamos explorando si podemos substituir a las redes neuronales por circuitos cuánticos. Hablamos de una nueva inteligencia artificial cuántica.
El progreso es tan acelerado que es difícil saber hasta dónde llegaremos. Podremos resolver problemas de química cuántica y diseñar medicamentos, en lugar de descubrirlos por prueba y error. Tendremos capacidades de tratar problemas ingentes de optimización, cálculos de riesgo en finanzas, tal vez investigaremos la teoría de números con ordenadores cuánticos.
Nuestro futuro tecnológico es un abismo insondable. Estamos pisando terra incognita. Somos exploradores de un nuevo universo con leyes tan sutiles que atentan contra todos nuestros prejuicios. El mundo es cuántico, aunque nos cueste entender sus leyes. La naturaleza no tiene ningún respeto por nuestra historia y nuestro lento proceso de aprendizaje. Es soberana y paciente. Los humanos estamos llegando al dominio último de la materia y solo podemos intuir las consecuencias que se derivan. Humanos que construyen máquinas cuánticas ultrapotentes.
Dos reflexiones nos asaltan: ¿qué criterios éticos regirán el mundo de la computación cuántica?, ¿qué sentido tiene nuestra especie?
El siglo XXI será el momento de la ética. Necesariamente, los humanos deberemos codecidir qué uso hacemos de la tecnología avanzada, quién desarrolla, quién supervisa y se beneficia. Las leyes que deberán crear los parlamentos serán respetuosas de la diversidad, de lo contrario la relación máquina-humano puede derivar en una lucha sin sentido.
El sentido de los humanos es, posiblemente, la pregunta más profunda a la que nos vamos a enfrentar. Tal vez nuestra existencia es un mero eslabón en la historia de la Tierra. Fuimos un estadio de evolución necesario para transmitir inteligencia a entes sin soporte biológico. O, por el contrario, los humanos hemos desarrollado máquinas ultrainteligentes para ayudarnos a entender el universo.
INFO: EL TIEMPO. JOSÉ IGNACIO LATORRE*.  Especial para EL TIEMPO
*Catedrático de Física Teórica en la- Universidad de Barcelona. Fundador de Qilimanjaro Quantum Tech. Autor de libros como ‘Cuántica, tu futuro en juego’.
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