-Amigo, por si se atreve, aguárdeme en San José, que yo lo voy a buscar para cantar con usté.
…sepa el cantor sombrío que yo cumplo con mi ley y como canté con todos tengo que cantar con él. (1)
Por: Dara Komabo. Diciembre 2019.
Aquel miércoles, entre las ramas de los árboles de la plaza, brillaba un cielo azul parejo. En la penumbra del Café, Miguel estaba sólo atrás del mostrador. Era temprano. Los coches de la madrugada habían pasado ya y la caja estaba flaca. Un café, dos cortados con sendas medialunas, agua p’al mate y dos pan con grasa. A las 10 pasaba alguno, pero solía ser chauchón. Al medio día podía esperar que repuntara algo. Tan ‘en-mi-mismado’ estaba que no lo vio llegar, no lo oyó saludar. Cuánto llevaba sentado en la mesa de la barra. Cuando caigan me van a tirar la bronca pensó; sin decir nada. No tenía con quien hablar y al raro forastero ¿qué podía decirle? El café está vacío. Fue a atender a su cliente; miró el gran reloj Cu-Cu recostado a la pared del fondo con notorio desgano. Las 10 y 32. – Buenos días ¿qué le sirvo?
Súbito un hombre en la puerta: alto y flaco en su postura, ojos negros, pelo negro, frente amplia sin arruga.
Miguel oye, preocupado, el Cu-Cu que da la hora: 5 y 10. Amanece. El comercio ya está abierto. No recuerda haber llegado. Más tarde dos parroquianos comparten la soledad. Ambos tienen guitarra y van a cantar. Sorpresa del cantinero que no ha sentido pasar el tiempo de tal forma; los amigos, en su mesa no paran de charlar. Los forasteros han cambiado de lugar; el galán triste, la ventana del oeste. En la del norte, el hombre flaco. El rasguido y el punteo de las guitarras rebota contra las paredes. Ajenos a todo, los amigos, siguen con su partida de mus. ¿Cuándo llegaron?
-En la noche más oscura no quiero ocultar mi sombra ni me espanto de la suya.
-¿Qué culpa tengo, señores, si me encuentra el que me busca?
La voz de uno, profunda sin ser ronca, suena baja. La del otro cantor, suave, aterciopelada.
Si me encuentra el que me busca es el susto que lo ciega. Falta un cuarto pá’la una cuando la gente se apea, cuando el espanto sin rumbo hasta la plaza se allega.
Del bus del mediodía no bajó nadie; simplemente éste aminoró, como dudando de la parada de siempre y siguió de largo.
-Yo soy como el espinillo que en el campo se florea: le doy aroma al que pasa y espino al que me menea.
Afuera parece haber llegado el invierno. En su mesa de siempre dos amigos juegan una enredada partida de ajedrez bajo la mirada concentrada de otros tres. No reparan en el extraño contrapunto.
-Me gusta cantar al raso de tarde cuando ventea porque así es como se sabe quién mejor contrapuntea.
El viento sacude las amplias ventanas, castiga los árboles de la plaza desierta. Un rayo de espanto precede al trueno.
-Ni que yo fuera lechuza en campanario de aldea para cantar en lo oscuro con esta tarde tan fea.
En la voz suave se cuela la impaciencia del hombre delgado, que, con un sombrero gris de ala desproporcionadamente ancha, se hace más bajo. Como de bromas canta.
-No hay espuela que me apure ni bozal que me sofrene, ni quien me obligue a beber una copa que otro llene.
Pálido, el atildado personaje oscuro del que nadie vio la cara, retruca una octava más arriba.
-Si su destino es porfiar aunque llueva y aunque truene yo no le vengo a brindar p’a sus lágrimas pañuelo.
-A mí no me espantan sombras ni con luces me desvelo…
Ahora parece más alto todavía pero la voz sale como un arrullo, casi.
-¿Con qué se seca la cara el que no carga pañuelo? ¿Pá’qué se limpia las patas si va a dormir en el suelo?
Miguel comienza a disfrutar la extraña payada y sonríe, aunque siente mucho frío. ¿Cuándo se fueron todos los demás? Es noche cerrada y el Cu-Cu ya no marca las horas.
-El que va a dormí en el suelo pega en la tierra el oío: si tiene el sueño liviano nunca lo matan dormío.
Uno calmo y seguro, los largos dedos acarician las cuerdas, el punteo es alegre y el rasguido limpio. El otro luce camisa de seda muy blanca; pantalón negro, estrecho y brillante, el chaleco de cuero oscuro, negro…
Más negro que la noche que apagó todas las luces de la plaza. Ahora solo ilumina el local la luz de dos candiles.
-Me gusta escuchar el rayo aunque me deje aturdío, me gusta correr chubasco si el viento lleva lo mio.
Las palabras cortan el aire espeso de la hora incierta en que la noche se apresta a retirarse.
-Puñal, sáquelo si quiere a ver si repongo el mío. Duele lo que se perdió cuando no se ha defendío.
-Ahora verán, señores, al Diablo pasar trabajo…
-Aquí saben los señores que cuando la punta encajo al mismo limón chiquito me lo chupo gajo a gajo.
El tiempo parece detenerse nuevamente. No retrocede, pero tampoco avanza. La lucha que ha tomado infinitas formas en incontables ocasiones se desarrolla sin prisa, sin descanso ni treguas.
-Qué tenebroso el camino que nunca desandará, Ya no valen su baquía, su fe ni su facultá…
-Mucho gusto en conocerlo tengo, señor Satanás …Sácame de aquí con Dios, Virgen de la Soledá.
Juan toca con delicadeza el hombro de Miguel para despertarlo.
– ¡Me dormí… Qué sueño más extraño tuve…!
(1) Agradecido a Alberto Arvelo Torrealba, autor venezolano de ‘Florentino y el diablo’ que sirve de base a esta versión libre de esa popular historia.