Como en el rostro de un niño las lágrimas hacen pequeños senderos líquidos y se deslizan hacia abajo, así, en la ventana del viejo café, el agua de lluvia escurría en ridículos riachuelos y entraba por el borde de la madera que estuvo pintada de verde inglés un montón de años atrás. En ese borde se amontonan las gotas para filtrarse adentro. El viento sacude los cristales. Todos pensaron quedarse en sus casas pero vinieron. Como los paraguas de esos fieles creyentes que caminan presurosos hacia el atrio, enfrentando el viento que quiere darlos vuelta o levantar alguna falda que agarre distraída o, en complicidad con ese auto que pasa rápido y contra el cordón, mojar algún distraído. Que nunca faltan, por cierto, distraídos y distraídas hasta para concurrir a misa. Ellos están también en su propio templo, refugio de creencias en vías de extinción.
Escribe: Dara Komabo.
No hace tantos años ocupaban 3 o 4 mesas y hasta más. Eran una barra bulliciosa que se peleaba a los gritos por el cuadro o la piba de sus amores y hasta por la política. Pero eso menos, claro. Jugaban al truco, al mus, al tute de remate, las damas o el ajedrez. Las tenidas de dominó, que solían durar horas, eran un memorable recuerdo. Como tantas cosas, si acaso, recuerdos. Ahora intentaban amucharse, los 4 o 5 veteranos que iban quedando, alrededor de una mesa, junto a la ventana que da a la plaza, para lechucear la entrada a misa.
Desde hacía algún tiempo un nuevo parroquiano concurría al café. Pronto habían averiguado algunas cosas sobre el forastero extraño que saludaba con una breve inclinación de cabeza. Mirada enigmática la de esos ojos siempre entrecerrados en el marco de un rostro inmutable y bajo la sombra de un viejo sombrero de fieltro y copa redonda.
El negro jefe o el indio jefe parece que le decían en Cerro Largo de donde era oriundo. Tenía el pelo negro y enrulado; de complexión robusta, se le notaba en el caminar que era hombre de a caballo. -Tiene los pómulos salientes. – Se le nota la raza. – Sí. ¿Cuál? – Todas. – Tiene la mirada astuta y alerta del perro callejero… Pronto la curiosidad pudo más que ese indefinido ‘sentirlo diferente’. Ellos eran nietos o hijos de inmigrantes: gallegos, vascos, tanos… Rafael era nieto de un rumano que se casó con una ‘rusa’ proveniente de Odesa. La otra abuela, de exquisita cultura – dicen que venía de una familia judía de burgueses adinerados -, del otro abuelo no estaba clara la procedencia.
El padre de Rafael era argentino y la madre yanqui. Sí, su madre nació en los mismísimos EE. UU. Muchas veces hablaron de patrias y pertenencias -de raíces lejanas- estos amigos de tan distintos orígenes. Lo cierto es que, un buen día, organizaron una delegación y lo invitaron a compartir la mesa de los domingos. – Se va a sentir como sapo de otro pozo. – Se va a sentir bárbaro. – Depende de nosotros. Y así fue como el taciturno personaje se incorporó a la rueda.
Temible con la baraja resultó el hombre, que parecía conocerlas por el lomo. Jugaba a las damas y muy bien, por cierto. Al ajedrez no. Nunca jugó. Si venía bien la mano se juntaban entre semana para practicar alguno de aquellos deportes y ‘El Jefe’ como le apodaron, se entreveraba bien. Hablaba poco pero era rápido para retrucar, incisivo, cortante, con un humor oscuro y diferente, que encantaba a sus nuevos amigos.
Un día, el Jefe apareció con una caja ‘medianona’. De allí sacó, ante la expectativa generalizada, dos tazones de madera dura llenos de piedritas. En uno blancas y en el otro negras. También había en la caja un cartón doblado en cuatro, con una sencilla cuadrícula de 64 intersecciones por lado. Las reglas del milenario juego chino resultaron tan sencillas que todos quedaron jugando de inmediato. Pero como suele suceder detrás de las cosas sencillas se ocultan, cómodas, las más enigmáticas complejidades. Pronto se dieron cuenta que ‘dominar el territorio’, objetivo del juego, requería de un sentido estratégico, metódico y paciente.
Las complejidades del nuevo juego atraparon a los contertulios y llamaban la atención de quienes pasaban por allí. Hay que decir que el café subsistía porque en la puerta paraban los buses que atravesaban el pueblo. Los que iban del sur al norte y los que bajaban del norte rumbo a la capital. Para el este o para el oeste, prácticamente no había transporte público. La gente venía a esperar la salida o la llegada y se tomaba un cortado con alguna medialuna rellena, los más pudientes un capuchino con un ‘sanguiche caliente’. Bizcochos y agua caliente p’al mate era el menú más accesible. En el Café la rueda del Go se expandía. Venían veteranos, maestras jubiladas y jóvenes estudiantes, trabajadores, vecinos…
Todas y todos parecían querer aprender el nuevo juego, que con miles de años de historia, era la ‘novedad’ en nuestra ciudad. De vez en cuando aparecía alguien que decía saber jugar y a nadie se le negaba el placer de un desafío. El Jefe daba cuenta de todos y todas, porque también había mujeres que lo jugaban. Un día, se bajó de un coche que venía de Young un hombre viejo, de notorias facciones orientales que fue al baño y al salir percibió la rueda y vio que estaban disputando una partida de Go. El guarda lo llamó con insistencia. Absorto en el análisis de la situación que mostraba el tablero, el pasajero no le contestó. Con un gesto, entre fastidio y sorpresa, bajó el bolso de su pasajero, lo dejó en el piso y con un encogerse de hombros se marchó.
Terminó la partida, hasta donde pude entender: bastante pareja. El chino se acercó y saludo con un breve gesto a nuestro ‘maestro local de Go’. El desafío estaba planteado y un par de horas después, todos nos sentíamos marginados por las inabarcables complejidades de la partida. Por el rostro de El Jefe se deslizó una gota de sudor. La concentración que reflejaba el ceño fruncido de su oponente era absoluta. Entonces el chino se paró, saludó al Jefe con una inclinación profunda del torso, éste devolvió el saludo de idéntica manera. Se separaron con profundo respeto y en perfecto silencio. Nunca se supo quién ganó esa partida. Al Jefe no lo vimos más por el café. Tampoco por el pueblo.