Escribe: Mirtana López.
Palabra, gesto, carta. Desde las cavernas, los seres humanos anulamos las distancias con cartas en piedra, papiros, cerámicas; papel, telégrafo y teléfono. Hace poco, el Mail. Cuando los veteranos sufríamos aún con sus posibilidades, nos llegó el Washap… El celular no sólo hace desaparecer kilómetros; empequeñece el tiempo. Entonces la baraúnda de “APP”, difíciles de identificar. Todo es tan fácil que pensamos en la lucha del ser humano por vencer la incomunicación, la originada en las distancias. Vemos entonces cómo, en la historia de la comunicación humana, la Carta sustituyó la ausencia nacida de la distancia. Espacial, social, psicológica: la distancia crea la carta. Revisar el rol que las cartas desempeñaron en la evolución de las relaciones humanas desde el fondo de los tiempos, sería un estudio de muchísima envergadura. Bucear un poco, usando estas herramientas modernas, es muy tentador. Desde aquellos gobernantes que generaron el “camino del Inca” con los tambos cada 4 kilómetros en recorridos extensísimos para que sus chasquis sobrevivieran a la montaña, hasta los egipcios que enviaban cartas a sus muertos con el convencimiento de que podrían leerlas. Encontradas alrededor de 3 mil años después para iniciar todo el proceso de descifrarlas.
Pero esta incursión en “Cartas” no es estudio histórico. Pretende acercarse a las cartas literarias. Muchas cartas extraordinarias que muestran tanto la comunicación como la incomunicación humana. Algunas, útiles al relato de una ficción, como el ejemplo más famoso de “Las cuitas del joven Werther” de Goethe, herramienta y telón que esconde el amor imposible del poeta. Otras, la Carta enviada por un personaje a otro, como las escritas por Cervantes para que Don Quijote logre la comunicación imposible con quien no existe. De respetar la cronología, debimos mencionar las epístolas de los romanos, de Cicerón, por ejemplo, modelo de posteriores escritores con sus cartas familiares y su olvido de la Retórica. Dentro de las Cartas Evangélicas, San Pablo es recordado porque transforma la carta familiar en una pastoral que ya no va dirigida a un amigo o familiar, sino al rebaño múltiple.
La distancia crea la carta; sí. Pero esa distancia puede no ser física. Puede responder al aislamiento al que las convenciones sociales nos empujan. Esta situación es la que relata un europeo del siglo XX, que tuvo enorme predicamento y fama entre 1930 y 50, también en Latinoamérica. Austríaco de origen judío en aquellos terribles años, recorrió varios países en su exilio hasta encontrar en Petrópolis, Brasil, su aparente sitio de tranquilidad, sobre el que escribió: “La tierra del futuro”*. Sin embargo, los avances nazis de 1942 acrecentaron sus dudas sobre el futuro de la humanidad llevándole al suicidio junto a su esposa. Fueron muy difundidas sus biografías sobre María Estuardo, Balzac, Magallanes**; algunos ensayos y novelas. De aquella presencia intelectual constante, Stefan Zweig, pasó a un injusto olvido que podemos quebrantar con la lectura de su novela epistolar esencial, pura. La “Carta de una desconocida” es la confesión que una joven de pueblo hace a un distinguido escritor de su amor obsesivo experimentado desde los 13 años. Varias veces sus vidas se han cruzado, pero él no la ha reconocido nunca. Hoy, que su hijo acaba de morir, le cuenta la historia de esa devoción y de esa incomunicación. Es difícil encontrar el relato epistolar en una forma más pura.
“Después de una excursión de tres días por la montaña, el famoso novelista R. volvió a Viena por la mañana temprano (…). Sentado cómodamente en una butaca, hojeó nuevamente el diario y curioseó entre los sobres; encendió un cigarro y tomó otra vez la carta que había apartado. La formaban, aproximadamente, dos docenas de carillas llenas de una escritura muy estrecha, de letra femenina, desconocida y trazada con alguna agitación; más bien parecía un original de imprenta que una carta. Casi inconscientemente apretó el sobre entre sus dedos sospechando que dentro había quedado alguna carta adjunta. Pero estaba vacío y carecía, lo mismo que la extensa epístola, de la dirección del remitente y de la firma. “Es curioso” pensó pero tomó nuevamente la carta entre sus manos. Arriba a manera de título, aparecía escrito: “A ti, que nunca me has conocido”. Muy extrañado, se detuvo. ¿Tratábase de una carta destinada efectivamente a él o a una persona imaginaria? De pronto, saciando su curiosidad, comenzó a leer: “Mi hijo ha muerto ayer. Durante tres días y tres noches he estado luchando con la muerte, queriendo salvar esta pequeña y tierna vida. Durante cuarenta horas he permanecido sentada junto a su cama, mientras la gripe agitaba su pobre cuerpo, ardiente de fiebre día y noche. Al final he caído desplomada. Mis ojos no podían ya más y se me cerraban sin que yo me diera cuenta. He dormido durante tres o cuatro horas en la dura silla y mientras dormía se lo ha llevado la muerte. Ahora está allí ese pobre, ese querido niño, en su estrecha camita, tal como murió: únicamente le han cerrado los ojos, aquellos ojos suyos, oscuros e inteligentes; le han cruzado las manos sobre la camisa blanca y cuatro velas arden a los costados de la cama. No me atrevo a mirarle; no tengo valor para moverme, pues cuando tiemblan las llamas de las bujías, las sombras se deslizan sobre su cara y sobre su boca cerrada, dando la impresión de que sus rasgos se mueven, con lo cual podría yo pensar un momento que no había muerto, que podía despertar para decirme con su voz clara alguna palabra llena de cariño infantil. Pero sé que está muerto; no quiero mirarle para no volver a abrigar una vana esperanza y verme de nuevo desilusionada. Lo sé, lo sé; mi hijo ha muerto ayer y ahora no me queda en todo el mundo nadie más que tú; tú, que no sabes nada de mí; tú, que entretanto te distraes con tus asuntos…”
*Citado por Vicente Battista en “Presagio”, Pág. 12, 25/2/19
**Libro muy leído y comentado por Luis Pedro Bonavita y sus amigos maragatos.